"En mi último paseo del verano, los árboles de la chopera
ya comenzaban a vestirse de otoño y una lluvia de corazones amarillos
cubrían la pradera. Según iba pisando las flores de los castaños, que
tapizaban el suelo, saltaban los saltamontes por doquier. Y en derredor
aún cantaban grillos y chicharras. Un abejorro de alas azul tornasol
libaba el néctar de las flores amarillas de un cardo y revoloteaban a su
lado una abeja, varias avispas y una mariposa. Y al llegar al Teso,
encontré cobertura, en la piedra de siempre, sin que me picase nada, y
sin que me lamiera los pies como la otra vez, un pastor aleman, no sé de
quién.
Bajo los castaños del Teso me vino a la memoria la imagen
de mi abuelo cortando leña a la puerta del huerto para el invierno.
Recordé el ademán de sus dedos arrugados, pero aún firmes, rajando con
parsimonia, una a una, las castañas que nos traía mi tía del Bierzo. Y
me acordé de que siempre lográbamos birlarle alguna y la poníamos entera
entre las del montón ya abiertas. Después, mi abuelo las depositaba
sobre la chapa de la cocina de carbón para que se asasen. Las colocaba
bajo una gran cobertera roja que movía de vez en cuando. Mientras, los
nietos esperábamos pacientes a que estallase la que le habíamos colado.
¡Pumba!, y ¡todo lleno de harina de castaña! Mi abuelo no se enfadaba,
yo creo que lo esperaba. A lo sumo soltaba un ¡coime! o un ¡vaya por
Dios!
A veces el olor a castaña se mezclaba con otro aroma
inconfundible de este tiempo: el de las manzanas asadas. Unas cuantas,
con agua y azúcar en su corazón, burbujeaban sobre las bandejas
superiores del horno. Y en la de más abajo: aquellas tres planchas de
hierro tan bonitas de mi abuela. Y tras ellas, al fondo, unos trozos
cuadrados de ladrillo refractario. Mi abuela había hecho unas bolsitas
de trapo muy amorosinas en las que nos metía un ladrillo a cada uno al
darle las buenas noches. Así nos podíamos calentar los pies, pues en
aquel tiempo no siempre era bastante poner un "cobertor" o dos en la
cama.
También recordé como mi abuela perseguía y atrapaba
certeramente las últimas moscas refugiadas al calorcito de la cocina.
Ésta, bien atizada, bufaba que se la llevaban los mismísimos demonios.
No se andaba con miramientos: ¡zass!, y hala, ¡a parar encima de la
chapa encendida! Después de dejarlas dar vueltas unos instantes sobre sí
mismas produciendo aquel zumbido característico, mi abuela las empujaba
con el gancho hasta el agujerito de las corras e iban a parar a la
lumbre. Yo contemplaba absorta siempre esa escena, como aguardando a que
alguna lograse huir de aquella tortura con la que mi abuela parecía
disfrutar.
Era en aquellos anocheceres largos, cuando peleando por
ocupar las rodillas de mi abuelo, nos sentábamos a su vera y él nos
relataba aquellos cuentos tan bonitos de " Nicolasín y Nicolasón", "Los
dos amigos", " María la encernadada", " El astrólago de la corte", "
Bertoldo", "El caballo volador", "El médico y la muerte"... y los
pasajes del libro de Carlomagno, que se sabía de memoria. Y qué
paciencia tenía, que sólo se enfadaba si le tirábamos del mocho de la
boina, porque se la estropeábamos, y es que ¡¡la boina era sagrada!!
Como dice un amigo mío, juglar en estos tiempos: ¡hay que
"escuchar a los viejos"! Mis abuelicos y mis tíos-abuelos se me fueron
ya, y me dejaron huérfana de historias y, mi padre, que tanto tendría
que contar a sus 80, pues no quiere contar, por más que yo le "embisco" a
las nietas... Quién sabe, lo mismo un día se le suelta la lengua (que a
alguien saldré yo en lo de hablar por los codos), y les habla de
recuerdos, de cuando jugaba con el aro de la bicicleta por las calles de
piedras y barro, de cuando hacía tapiales, iba a segar al monte, hacían
cestos de mimbre para la vendimia, iba al molino del "ti Fanego" o al
del "ti Soles"a moler, o de cuando se metía en la galería de la casa de
mi bisabuelo a leer los libros de un baúl que hablaban de Carlomagno y
los 12 pares de Francia, del bálsamo de Fierabrás, de la puente de
Mantible, del rey Clovis, de Floripes, de Fierabrás de Alejandría, de
Roldán y su espada Durandarte, de Oliveros, del almirante Balán .. Aún
sin estudios, mi padre me recitaba pasajes de la Ilíada o la Odisea
cuando pequeña. Pero nada, que ahora no le da más gana. Y hay que
respetarlo, pero sobre todo lo siento por mis enanas, porque yo tuve un
abuelo que todas las noches "nos contaba".
Y recuerdo que yo hacía mis tareas, y mi abuela, que fue
huérfana desde bien chica y la hermana mayor de entre muchos hermanos;
que sólo pudo ir a la escuela algún día de invierno en que su hermano
picaba las berzas y le daba licencia; que no pasó de la lección de los
palotes pero que aprendió sola a echar algunas cuentas, y a leer y a
escribir con "El Silabario" y "La buena Juanita",... mi abuela, me
corregía mis láminas de dibujo con ojo clínico y me sacaba todas las
falta. Y mi abuelo me explicaba la regla del "interés compuesto" y me
revisaba las sumas.
A menudo, por este tiempo, al atardecer, llegaba a casa
alguna de las hermanas chicas de mi abuela. Lo primero, dejaban las
galochas a la puerta de la calle, pues a casa se entraba en zapatillas.
Traían siempre golosinas, nueces o avellanas en los bolsillos de la
saya, debajo del mandil. Nosotros rebuscábamos hasta dar con el
contenido de la "faltriquera" y aquella amorosa cocina se llenaba de
historias, besos, "mordiscos" y risas.
Lo que daría por volver a mi niñez, a esos recuerdos, y a
compartir de nuevo aquellas tardes del domingo con una de esas tías
mías, que me llevaba de paseo por el campo ya sin fruto, montada con
ella en su borrico ( un borrico traicionero, que alguna vez me tiró al
reguero). Después de la escuela, muchos días, cuando aún no había
llegado el crudo invierno, me colaba en su casa vieja, la de mis
bisabuelos, y me quedaba a ayudar en la tarea que fuera. Tengo grabados
en la memoria: el pozo en el fondo del cual aún había cangrejos y su
huerto lleno de flores, tiestos, frutas y unas calabazas chiquitas con
el nombre rayado de cada sobrino-nieto. Me acordaré siempre del olor
intenso de su lagar tras la vendimia y del olor a humo de su cocina
vieja. Con mi tía, yo que soy y era muy "panosica", amasaba aquellas
hogazas de corteza dura, churruscadina, de miga y agujeros, hechas con
el hurmiento que se pasaban las vecinas. Recuerdo aquel rico pan con
tocino recién sacado del cocido, o mojado en la sustancia del pote, o
con agua y azúcar, o con una buena capa de nata, o incluso con ajo
machacadito encima... Y entre medias de amasando y arrojando el horno,
yo aprendí a bailar la jota con mi tía querida, ¡con olor a pan y olor a
uva! "
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